Si peculiar es el término periodístico para los raros, Michael Nick Nichols es eso, peculiar. Cuando habla marca cada palabra con precisión y mira mucho a los ojos. Se dice —y suena honesto— “fuera de lugar” en un hotel de lujo como el Palace de Madrid, donde a la hora española del aperitivo, él elige un plátano y una copa de agua de entre todos los productos del ágape ofrecido por la organización. Lo suyo no son las junglas urbanas. Prefiere los leones. O los elefantes. O los gorilas. Con 61 años, y cuatro premios World Press Photo, es uno de los fotógrafos estrella de National Geographic.
Ha firmado algunos de los reportajes más espectaculares de la revista, que ahora cumple 125 años. Sus instantáneas sobre los elefantes de Chad, los gorilas de Ruanda o los leones de Kenia han llevado a que la revista Paris Match lo apode el “Indiana Jones de la fotografía”. Las 25 veces que ha pasado la malaria agrandan la leyenda. Los años, sin embargo, no pasan en balde. Y sus huesos le recuerdan que ya no puede pasar semanas en una cabaña en la selva africana, que las aventuras ahora se duermen a cubierto y los inviernos se pasan en casa.
“Se tardan meses y miles de fotos en hacer un reportaje como los que he publicado en la revista. Para este sobre los leones de Serengeti (Tanzania), que es el último que haré, he lanzado más de 200.000 fotos. Al final, publicadas han salido 13”, relata.
Mirar, editar, elegir; remirar, reeditar, reelegir. Los verbos de este fotógrafo se repiten. “Cuando haces la foto, no hay tiempo para pensar. La decisión fundamental viene después”, dice. Es entonces cuando se encierra con el fruto de su trabajo y diseña el relato que quiere contar, el ejemplo de exuberancia que mostrará al mundo. Dice de sí que es el hombre más afortunado de la Tierra. “Por mucho dinero que uno tenga, ni Mick Jagger, a quien admiro mucho, podría comprar lo que yo veo”, presume.
Pero las cosas que merecen la pena rara vez salen gratis. Y viendo nacer leones Nichols se ha perdido la infancia de sus hijos. “He pasado muchas temporadas fuera. Quizá demasiadas... Hay reportajes que duran un par de años y apenas se regresa a casa en ese tiempo. Realmente, me da miedo lo que mis hijos puedan pensar de mí”, reflexiona.
Él nació en un pequeño pueblo en Alabama, uno de esos Estados americanos en los que África parece tan cerca como Saturno: “Habiendo nacido en un lugar como ese, lo normal es que hubiera sido cualquier cosa menos fotógrafo”. Pero con 18 años se agarró con fuerza a una cámara. Fue a la universidad, recorrió el mundo, se enamoró de África y no perdió un lugar al que regresar: “Mi hogar está donde esté mi esposa, Reba”. Cuando habla de ella, a Nichols se le saltan las lágrimas. “La mayoría de mis colegas de profesión van por el tercer matrimonio. Nosotros llevamos juntos más de 20 años. Ella, que es pintora, me quiere porque soy fotógrafo, no pese a serlo. Desde 2009, con nuestros hijos ya mayores, también ha viajado conmigo a África”.
Allí, Reba ha permanecido inmóvil y en silencio mientras él se acercaba a una manada de leones. Porque Nichols se acerca. Dice que no es imprescindible, que la tecnología permite llegar sin arrimarse, que a menudo el riesgo obliga a recular. Pero él los ha tocado y se confiesa “adicto”. Su pleitesía, no obstante, tiene trompa: “Los elefantes son el único animal que yo he visto que tenga conciencia de su propia muerte”, revela.
Ha firmado algunos de los reportajes más espectaculares de la revista, que ahora cumple 125 años. Sus instantáneas sobre los elefantes de Chad, los gorilas de Ruanda o los leones de Kenia han llevado a que la revista Paris Match lo apode el “Indiana Jones de la fotografía”. Las 25 veces que ha pasado la malaria agrandan la leyenda. Los años, sin embargo, no pasan en balde. Y sus huesos le recuerdan que ya no puede pasar semanas en una cabaña en la selva africana, que las aventuras ahora se duermen a cubierto y los inviernos se pasan en casa.
“Se tardan meses y miles de fotos en hacer un reportaje como los que he publicado en la revista. Para este sobre los leones de Serengeti (Tanzania), que es el último que haré, he lanzado más de 200.000 fotos. Al final, publicadas han salido 13”, relata.
Mirar, editar, elegir; remirar, reeditar, reelegir. Los verbos de este fotógrafo se repiten. “Cuando haces la foto, no hay tiempo para pensar. La decisión fundamental viene después”, dice. Es entonces cuando se encierra con el fruto de su trabajo y diseña el relato que quiere contar, el ejemplo de exuberancia que mostrará al mundo. Dice de sí que es el hombre más afortunado de la Tierra. “Por mucho dinero que uno tenga, ni Mick Jagger, a quien admiro mucho, podría comprar lo que yo veo”, presume.
Pero las cosas que merecen la pena rara vez salen gratis. Y viendo nacer leones Nichols se ha perdido la infancia de sus hijos. “He pasado muchas temporadas fuera. Quizá demasiadas... Hay reportajes que duran un par de años y apenas se regresa a casa en ese tiempo. Realmente, me da miedo lo que mis hijos puedan pensar de mí”, reflexiona.
Él nació en un pequeño pueblo en Alabama, uno de esos Estados americanos en los que África parece tan cerca como Saturno: “Habiendo nacido en un lugar como ese, lo normal es que hubiera sido cualquier cosa menos fotógrafo”. Pero con 18 años se agarró con fuerza a una cámara. Fue a la universidad, recorrió el mundo, se enamoró de África y no perdió un lugar al que regresar: “Mi hogar está donde esté mi esposa, Reba”. Cuando habla de ella, a Nichols se le saltan las lágrimas. “La mayoría de mis colegas de profesión van por el tercer matrimonio. Nosotros llevamos juntos más de 20 años. Ella, que es pintora, me quiere porque soy fotógrafo, no pese a serlo. Desde 2009, con nuestros hijos ya mayores, también ha viajado conmigo a África”.
Allí, Reba ha permanecido inmóvil y en silencio mientras él se acercaba a una manada de leones. Porque Nichols se acerca. Dice que no es imprescindible, que la tecnología permite llegar sin arrimarse, que a menudo el riesgo obliga a recular. Pero él los ha tocado y se confiesa “adicto”. Su pleitesía, no obstante, tiene trompa: “Los elefantes son el único animal que yo he visto que tenga conciencia de su propia muerte”, revela.
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